despedirse


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Finalmente llegó el momento del viaje en el que el hogar empieza a llamarnos, muy sutilmente, como las campanadas de la iglesia. Como si no cabiera más sol en la piel y el lugar de origen empezara a hacer tironcitos en la correa, pero con la bondad de una madre despertando su hijo.
Ya compramos los últimos souvenirs, recorremos los puestos de artesanos con cierta nostalgia anticipada, como si quisiéramos borrarnos despacio de aquellas calles de arena y aire salado.
¿Qué era entonces lo que me costaba dejar, de qué me costaba despedirme? Caminaba despacio con esta pregunta en dirección al departamento, cuando sentí su aliento de espuma reclamando presencia. ¡Ahí está!: me costaba despedirme del mar, de ese pariente que venimos a visitar todos los años, de ese pariente que otros tienen lejos o aún no conocen. Y esta expresión no tiene un sentido metafórico, porque de alguna manera todos venimos del mar, todos pertenecemos al mar, como si él nos hubiera concebido, llevamos su aliento de espuma en los huesos.

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