Desnudez


Bajo por el ascensor. Cruzo la puerta del edificio. Camino dos cuadras hasta la parada de colectivos. En el último tramo (tres o cuatro porteros en simultáneo inundan las veredas) me doy cuenta de que estoy desnudo. No digo completamente desnudo. Hay algo de mí que visiblemente está desnudo (hay gente que pasa en diferentes direcciones y a diferentes velocidades esquivando baldosas húmedas y restos de excremento). Repaso. Tengo los zapatos, unos pantalones, camisa. El reloj. Pestañeo alternadamente con cada ojo para corroborar mi agudeza visual. La billetera, las llaves, el celular. Sobre mi hombro izquierdo cuelga un bolso, hay dentro un guardapolvo, un estetoscopio, un sello y al menos una lapicera. Vuelvo a repasar (la desnudez se atenúa pero no desaparece). Me miro los tobillos, los botones de la camisa, las medias. En el colectivo miro las prendas de otras personas (me sorprende ver que, algunas, parecen sentirse tan desnudas como yo). Una vez en el hospital, me olvido de mi desnudez. Los colegas, los pacientes, las recetas, me hacen olvidar de mi desnudez (caminamos en senderos prestablecidos mientras nos decimos hola, buen día y hasta mañana). A la vuelta voy de compras, luego el horario para cenar y luego la televisión. Ya cansado, cerca de medianoche, me baño. Me recuesto sobre la cama. Me miro, unos segundos antes de dormirme, y vuelvo a darme cuenta de que estoy desnudo.

Buenos Aires, diciembre de 2014

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